Era el año 1105 en un pueblo al sur de Nápoles. Un martes
por la mañana nace Arturo, hijo del General Limberti y de Angelina,
una hermosa y humilde campesina. En este simple hogar Arturo creció y se formó.
Pasaban los años y Arturo siempre miraba cómo su padre salía a las interminables guerras y batallas liberadas en aquellos años en Italia. Veía
como aquel hombre de acero regresaba a su casa y a su familia cada vez más
cansado y más violento. Siempre pensó que era lógico que su padre se contagie
de la barbarie y de la violencia que vivía en cada viaje que emprendía. Las
carnes y los vinos en las cenas ya no eran lo mismo que antes y las sonrisas cada
vez eran menos frecuentes. Arturo siempre pensó que esto se debía a las
batallas y sabía que tarde o temprano le tocaría vivir la misma vida y andar
por los mismos caminos que él.
Arturo soñaba con una vida de paz y tranquilidad, pero
siempre supo que no le tocaría en esta vida. Pasaba horas y horas soñando cómo hacer
para evitar este futuro. Pero ese día llegó.
Era un domingo en familia. Todos juntos a la mesa como
siempre, disfrutando de un buen vino y de una espectacular carne asada que
Angelina había hecho. De pronto su padre, el General, le dice a su niño que el lunes
lo espera en el regimiento para empezar con su entrenamiento.
Llegó el lunes y Arturo no tuvo otra opción más que
presentarse en el regimiento para empezar con su entrenamiento. Pero sus
creencias fueron más fuertes y se negó a hacer una preparación de batalla,
siempre creyó que la agresión no llevaba a nada. Encontró en este problema la solución
que siempre había buscado. Se formó en el regimiento, pero en el uso de la palabra y no
de la espada. Su padre, decepcionado, le negó
el saludo y le quitó todo respeto, pero Arturo no cambió de opinión. Después de
años y años de luchar contra esto, Arturo se convirtió en el primer italiano en
llegar a un acuerdo de paz firmado con la palabra y no con la sangre. Su padre,
al ver el progreso y el ejemplo de su Arturo, en su último día de vida, le agradeció
a su hijo por la enorme lección que le había dado, cerró los ojos y se despidió para
siempre con esa sonrisa que hacía años Arturo no veía.
Por J. Prieto Araoz
Bien, Joaquín, mucho mejor!
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